¨Algún espacio ha de existir para la conquista del ser¨. Es la típica reflexión de cualquier migrante con voluntad de vivir y de sentirse auto representado en cualquier sociedad.
Imagino que las personas que han tenido una vida regular y de alguna manera convencional, han tenido la oportunidad de encontrar esos espacios con cierta facilidad. No en vano, las sociedades progresan y dejan de herencia a las nuevas generaciones espacios ya construidos para que puedan encajar.
En tiempos de ausencia de conflictos armados, las sociedades se proveen de estabilidad y cooptan todos los espacios que pudieran tensionar esa estabilidad: desde sindicatos hasta movimientos sociales de cualquier índole, con el objetivo de evitar severas transformaciones que pudieran alterar el statu quo. Para el mantenimiento de este estado de las cosas, los gobiernos se dotan de todo tipo de herramientas para garantizarlo, pero no solo los gobiernos, cualquier estructura mínimamente organizada ha desarrollado mecanismos para evitar perder su cuota de control.
En los espacios se construyen hegemonías dominantes achicando la posibilidad de ceder uno de ellos a nuevas fórmulas disruptivas, que pudieran generar contradicciones o una disociación de fieles. Ignorando que la mezcla de fórmulas disruptivas es lo que en momentos de tensión social ha permitido transformar y hacer cambios de calado a las sociedades.
Cuando una persona se vuelve en migrante, todo lo expuesto anteriormente se ve y se siente de manera amplificada. Las dificultades que encuentran los migrantes para la conquista de un mínimo espacio donde su ser pueda desarrollarse, se convierte en una carrera de obstáculos desde su primer día con ese nuevo estatuto. Desde la salida de su tierra de origen, los migrantes se conviertan en el Otro, viven el aislamiento y la soledad. Sienten el racismo y la xenofobia pese a su intento de integración en la mayoría de los casos, y pese a sus capacidades, que muchos de los ¨nativos¨ sienten como una amenaza.
Muchos migrantes con culturas tradicionales y comunitarias, abandonan el deseo de integración ante la dificultad de éxito sino aceptan el paternalismo ofrecido por instituciones y organizaciones de diverso espectro, formando sus propias comunidades étnicas y viviendo en paralelo, cuando no de espaldas, a la cultura hegemónica dominante.
Ciertamente la pelea por el espacio deja de ser tal cuando un migrante se resigna y desaparece de la esfera pública, concediendo su espacio para el dominio de los otros, los ¨nativos¨.
Es difícil migrar y ser algo más que un migrante. Las sociedades están construidas en escalones donde los migrantes suelen formar el primero de ellos. Ese escalón donde no pueden hablar, manifestarse, opinar, ser tenidos en cuenta los condenada a obedecer en situaciones de extrema precariedad. Ser un migrante conlleva un extremo esfuerzo y la mayoría ni tienen el tiempo ni la oportunidad de poder realizar sus sueños aún más desempeñar su papel de ciudadano de pleno derecho.
A esta dificultad en la vida del migrante, hay que añadirle un extra de obstáculos. La invisibilización consciente que se hace desde espacios ya estructurados a las legítimas pretensiones de los migrantes de auto representarse, de ser un sujeto político en sí mismo, o al menos de poder tener algún tipo de espacio donde poder ser de manera pública y generar contradicciones que pudieran reflejar su realidad, genera un profundo sentimiento de censura a las vidas que estos migrantes manifiestan en sus lugares de acogida. El paternalismo de las organizaciones y de los gobiernos anulan no solo la legitima voluntad de tener voz propia por parte de los migrantes en su tierra de acogida, para reivindicar u organizarse de una manera política, sino también sostienen un estado de las cosas donde los migrantes son los principales perjudicados quedando del todo en situación de indefensión y sin remedio.
El sosiego sospechoso y la necesaria complicidad entre las estructuras de poder de la sociedad ¨nativa¨ para silenciar la voz de los migrantes se revela en el mantenimiento de la vulnerabilidad en sus vidas e ignorando y no interviniendo en las condiciones que generan esta vulnerabilidad aun teniendo la capacidad y los recursos para ello.
De alguna manera, las fuerzas del statu quo se conjuran para evitar cualquier disrupción a los intereses colectivos de esa élite ¨nativa¨, que se beneficia conscientemente de esa necesidad de ayuda de los migrantes al igual que del trabajo precario que están destinados a realizar, perpetuando las condiciones de vulnerabilidad de estos sectores y sacando un rédito público del paternalismo manifiesto en cualquiera de sus intervenciones.
La ética y la moral, muy propugnada desde diferentes tribunas en función del sujeto de debate público, en la cuestión migrante parece no aplicarse con igual rigor o al menos goza de la misma elasticidad que un chicle que se adapta a la conveniencia del interlocutor.
Tal vez es por estas realidades que los migrantes viven el desapego, el miedo y la inseguridad, y son sentimientos intrínsecos en su vida que afectan a su desarrollo equiparable al resto de sus conciudadanos. Como por ejemplo en la seguridad de sentirse protegidos al reclamar sus derechos, aun estando vinculados a estatutos como el de los refugiados, en sus marcos laborales, etc. haciendo ello mella en su dignidad.
La pérdida de confianza, cuando se ha llegado a confiar, o la desconfianza absoluta en las entidades públicas o privadas, forman parte ineludible de la vida de los migrantes.
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